> HOJEANDO EL DIARIO
MANUEL RIVA
LA GACETA
La atracción por Tafí del Valle no decrece con el pasar de los años ni las décadas. Con el tiempo y los avances en las vías de comunicación llegar a hasta la villa se hizo menos complicado. En los primeros tiempos, solamente se hacía el viaje a caballo. La llegada del ferrocarril en la parte final del siglo XIX habilitó la posibilidad que parte del recorrido hacia la villa se podía hacer en tren hasta Acheral y desde allí a caballo. Hacia mediados de julio de 1921 surcó los cielos calchaquíes el avión Cóndor del Aero Club tucumano, pilotado por Jorge Sariotte, quien lo aterrizó en el Campo de las Carreras. Una motocicleta fue el primer artefacto mecánico terrestre en surcar los caminos de Tafí; corría diciembre de 1942 y poco después, en enero de 1943 fue habilitada la ruta 307, que fue recorrida por varios coches oficiales para el acto de inauguración del camino.
Pero en esta oportunidad nos remontaremos a octubre de 1919, a la crónica del periodista Rodolfo Romero, quien fuera corresponsal de medios nacionales por aquel entonces. Hace un relato pormenorizado de su viaje a Tafí, comenzando por los preparativos y las necesidades del viajero que hará el recorrido. Pero saltearemos eso para ir directamente al viaje. La jornada se iniciaba en la estación de trenes del Provincial donde se tomaba uno de los convoyes rumbo a Acheral. “Durante el trayecto hasta Acheral, tres inspectores, galantemente, le recuerdan a uno que no debe viajar de arriba, cada cuarto de hora”, para luego continuar que, en aquella localidad “aguarda una zorra (nombre técnico, dresina) que conduce a los viajeros por entre inmensos cañaverales hasta el ingenio Santa Lucía”.
Lo interesante de la crónica es que los viajeros llegaron la zona del ingenio aún de noche. En esa oportunidad el cerro “que está enfrente y hacia donde se marchará, relampaguea. Es una terrible amenaza”; y continuaba: “¿Ustedes no han aguantado una lluvia en plena montaña o en pleno campo? A nadie habrá dejado de sorprender de filosófica resignación que muestran los caballos cuando llueve. Si hay algo que lo vuelve resignadamente fatalista a cualquiera, es una lluvia aguantada en la cuesta de un cerro o en medio del campo. Los caballos deben meditar, como los hombres, en igualdad de circunstancias, en lo que significa uno mismo, frente a la naturaleza que se deslíe en lluvia”.
Los preparativos para el inicio de la cabalgata se hacían todavía a oscuras, mientras los peones iban y venían con las “petacas” (cajas de cuero) para acomodarlas a los flancos de las mulas y caballos. “Luego se distribuye la ´chasna´, es decir, los mil paquetes de cosas inútiles que llevan los viajeros. Para cargas las mulas es preciso previamente cubrirles los ojos con un poncho. De no, sería imposible que cargasen ni una pluma. Son muy inteligentes las mulas. Más que los hombres, que cargan con todo sin que les tapen los ojos más que el sutil velo del amor, de los derechos, de la libertad, del patriotismo; cohetería verbalista, nada más”.
Al ponerse en marcha la caravana se lucen los ponchos colorados de los peones. El relato se enfoca en las respuestas de los hombres de trabajo a las consultas de los viajeros, a las que responden con su característico: “Así ai ser, señor”. El viaje se desarrolla entre bosques de horcos, cebiles, viraros, laureles y arrayanes cargados de negros frutos “muy dulces y muy sabrosos”. En la descripción también se informa que los helechos, “las finas puntillas de gran ropaje que es el bosque, nos hablan de las horas entretenidas del padre de la naturaleza y las campanillas coloradas y blancas y jazmines del monte corriéndose por entre el ramaje como una cinta por entre la cabellera nos dicen de su afición a los delicados caprichos y a los finos e inquietantes perfumes”. Con este panorama se llega hasta el pie de la quebrada donde se avista “una población de finca: es Caspinchango, cuyo nombre no se olvidará ya”. La crónica explica que el hombre “es una palabra fuerte y no significa sino árbol de zapallo”.
Según el cronista las primeras luces del día comenzaban a alumbrar el camino de los viajeros, estimados en alrededor de una docena, cuando “llega un ruido sordo, como un rezongo. Es el murmullo del río de la Quebrada. Comienza el ascenso. Comienza el paso del río, el cual se atraviesa 40 y más veces, según venga crecido”. A continuación describe el camino, que es una pequeña senda de no más de un metro y medio que recorre las faldas del Ñuñorco. “Los caballos, de casco duro y fino, y las mulas van trepando por escalones que son los hoyos formados por el paso de miles de animales que pasaron anteriormente y que pisan en el mismo sitio siempre. Una rodada por aquí es la muerte. El río corre con fuerza tremenda: arrastra troncos de árboles y piedras y cuando sube a ochenta centímetros, hay que vadearlo atados los viajeros unos a otros”, el relato mostraba los peligros a los que se exponían los paseantes que querían llegar al valle calchaquí. En cuanto a la vegetación, se informaba que los árboles se iban raleando y más allá de los 2.800 metros no queda “más que el airoso aliso y el sauco”. Tras más de tres horas y media de andar dejando atrás una vegetación exuberante se pasaba a ver algunas gramíneas y las peñas peladas y ásperas se iban convirtiendo en protagonistas. Aparecían laderas de “un verde casi gris” cubiertas de anisillo y algarrobillo que “comen las vacas. El uno da a la leche un fino perfume y el otro sabor y gordura”. Tras ese tiempo se llegaba a Los Morteritos y comenzaba a divisarse el río de la Angostura que “trae las aguas de los del Valle, y al fin se está en la Ventanita, alrededor de 4.000 metros y desde donde se contempla un imponente panorama”. En aquel punto podía verse hacia la derecha la ciudad de Tucumán y “a la izquierda, duerme el Valle”. En la Ventanita se hacía un alto en el camino donde los viajeros sacaban sus provisiones, “se prepara el asado. Se devora la carne con un apetito salvaje”. Tras esta parada comenzaba nuevamente el paso de la expedición que iniciaba el descenso hacia la villa. “Abundan los lirios rojos y azules, los sauces y las quintas”. La comitiva ya se encontraba desandando el último tramo del camino que la depositaba en su destino. Las actividades abarcaban desde caminatas pasando por cabalgatas hasta reuniones donde se cantaban y bailaban chacareras y chilenas.
En este tramo del relato podemos dejar a los viajeros en su destino y regresar a los preparativos para el viaje. El relato de Romero, en LA GACETA, se titulaba “Un viaje a Tafí del Valle” con una bajada que decía “alegría de vivir”. En el artículo ya vislumbraba la necesidad de un buen manual para el viajero al señalar que “es cosa muy distinta el viajar en tren o en vapor, donde lo viajan a uno, a viajar por cuenta propia, es decir, usando los medios más naturales: a pie o a caballo. Y acontece que siempre que uno se prepara para ir de viaje; se olvida de lo más necesario y en cambio recarga su equipaje de lo superfluo y aún incómodo”. En cuanto a los preparativos ironizaba que conocía gente que para viajar a Tafí Viejo –“40 minutos en tren”- toman una siesta por el camino y otros “para largarse por los cerros a 3 y 4.000 metros, se proveen de un elegantísimo traje entallado, que hace las veces de traje de papel de seda en cuanto la montañita empieza a mandarnos su airecillo jorobador”. Los riesgos que el viaje proponía también fueron evaluados por Romero al indicar que “hasta los huesos se estremecían al figurarnos una rodada, barranca abajo, ni pasar por el filo de un precipicio, al menor traspié de la mula o del caballo, condenados a llevarnos por un camino en largos trechos no mayor de un metro de ancho: de un lado la montaña áspera y del otro la hendidura en cuyo fondo el agua rezonga con terrible voz de bajo”. La climatología era otro problema porque al salir el calor podía ser intenso, a mitad de camino el frío obligaba a abrigarse y “en plena cumbre ha de aguantar una lluvia que el viento sutil de la altura se le cuela hasta los caracuces”. La comida era otro tema a tener en cuenta. Para ello, uno de los viajeros experimentados y el “novato” (Romero) fueron al mercado donde encargaron un costillar de vaca, un cordero, latas de conserva, cigarrillos y fósforos. La ropa también era importante y en el equipaje se debía incluirse trajes abrigados, camisetas, botas, bufandas gorras de orejeras, sobretodo, poncho, frazadas, sombreros y otros enceres. Por otro lado, se le dijo al periodista la trascendencia de llevar un regalo y que el obsequio más deseado por la “gente de tierra adentro”, los tafinistos; eran los anteojos “con vidrios verdes, negros, azules o amarillos, de cualquier color”. Como contrapartida los paisanos en retribución podían entregar un poncho o un queso. El relato también reseñaba las actividades que se realizaron en la villa durante los días de estancia de los viajeros en la villa.